Además de perros calientes o una de las montañas rusas de madera más viejas del país, por un dólar, los visitantes del parque pueden ver durante 15 segundos una simulación de las torturas de Guantánamo. Grandes letras azules anuncian en el exterior la controvertida atracción diseñada por el artista Steve Powers.
Una escalera permite al espectador asomarse a una celda. A través de una reja se ve a un robot vestido con uno de los overoles naranja de los prisioneros de la base estadounidense. Está tumbado y atado a una tabla. Otro, con sudadera de capucha negra, sujeta una jarra de metal con agua. Cuando el billete entra en la ranura, el agua cae sobre la cara del preso que se revuelve y gime. El artista recaudó 140 dólares el primer día.
Esa es la nueva atracción de un parque por la que han pasado la mujer más pequeña del mundo e insignes forzudos, un lugar que comprendió lo lucrativo del negocio de mostrar rarezas y deformidades. Coney Island se convirtió en un hito de la cultura popular estadounidense.
Entre los ruidosos puestos de tiro y los carros chocones, el nuevo montaje de Guantánamo no pasa inadvertido. John, activista americano proderechos humanos de la ONG El mundo no puede esperar, distribuye información sobre su organización a quien se acerca. “La tortura es un crimen contra la humanidad. Un gobierno que tortura es criminal. Pinochet en Chile o Ríos en Guatemala negaban las torturas. El gobierno de Bush las reconoce”.
En la pared de la celda un letrero rojo tranquiliza al espectador: “Tranquilo, es sólo un sueño”. ¿O una pesadilla? Las técnicas de asfixia simulada, representadas en Coney Island y condenadas por la Convención de Ginebra, han sido defendidas por George W. Bush.
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