A casi treinta años de haber oprimido el botón rec de mi grabadora para que Matilde Bianchi me regalase generosamente sus memorias de Felisberto Hernández, empleo un par de horas en oprimir ahora el play y escuchar otra vez su voz y transcribir (casi sin modificaciones) su semblanza del gran narrador uruguayo. Cumplo así con mi promesa de guardar estos preciosos y humildes recuerdos de quien me abrió cariñosamente las puertas de su casa en mi primer volver a Uruguay desde el exilio.
Al tiempo que trasncribo este material para la revista Dossier, pongo en un sobre la cinta para enviarla al Archivo del MEC de Uruguay.
R.M., 2008
Es un placer hablar de Felisberto Hernández para alguien que escuchará estas palabras a tanta distancia. Él es una de las figuras más importantes de la literatura uruguaya, porque sus cuentos están muy cerca de la poesía sin recurrir a ninguna de las metáforas socorridas del lenguaje poético del común.
Yo lo conocí en 1945. Por entonces seguía yo estudios de Profesorado de Lengua y Literatura españolas y era discípula de un escritor también muy interesante, llamado Hjalmar Blixen, de origen sueco. La madre de Blixen era también escritora; se llamaba Josefina Lerena. Un día me preguntó por qué no me acercaba a la casa del Dr. Alfredo Cáceres, donde vivía por entonces un escritor que estaba en muy mala situación económica, viviendo en el altillo. Me acuerdo que era el verano del 45. Cáceres tenía un apartamento en cuyas paredes colgaban muchos de los mejores cuadros del maestro Torres García. Subí por una escalerita de madera al altillo y me encontré en un noveno piso, en una habitación de vidrio decorada con vitrales desde donde se percibía una vista muy amplia de Montevideo. Allí había una mesa de roble llena de tomates. Al lado de la mesa estaba Felisberto y su compañera de entonces, una española que era modista y se llamaba María Luisa de las Heras. Yo llevaba una tela para la modista, una tela blanca que crujía. Felisberto me saludó y me invitó a comer con ellos. Me dijo: “Si usted quiere compartir con nosotros estos tomates...” Me quedé muy asombrada. Yo tendría 15 años por entonces. Luego de este día seguí visitando el altillo para probarme los vestidos que encargaba a la modista. Así empecé a hacerme amiga de F. No sé si “amiga” es la palabra adecuada; pero sí puedo decir que hablamos mucho en ese entonces, y nos conocimos mucho.
Era un hombre de mediana estatura, grueso, de pronunciado abdomen, vestido con gran humildad: yo diría que vestido pobremente. Tenía la piel oscura y brillante. Ojos redondos, grandes, un poco saltones. Nariz recta. Boca de labios carnosos. Pelo entrecano, ondulado. Caminaba como balanceándose. Tenía una conversación entrecortada. No exponía, no polemizaba, hablaba de una manera muy humilde y tenía un gran sentido del humor.
Después de este período en el que vivieron en aquella especie de jaula de vidrio, F y su compañera se mudaron a un apartamento muy chico, en la calle Colonia entre Andes y Convención. Ya estaban en mejores condiciones económicas. Ya había aparecido El caballo perdido, gracias al apoyo de sus amigos que, siempre organizados por Alfredo Cáceres, hicieron una colecta y le publicaron el libro. Más tarde F me regaló un ejemplar de Nadie encendía las lámparas. Tiempo después me pidió una opinión del libro. Yo era muy chica para poder interpretar esa especie de poesía en fuga, y le dije solamente que me parecía que los objetos tenían gran importancia en esos relatos. Yo iba por lo menos dos veces por semana a su apartamento, porque me hice muy amiga de María Luisa, quien me contaba historias de la guerra de España. Ella era exiliada; había sido la esposa de un general de la República Española. F siempre aparecía a saludarme, aunque pasaba horas encerrado escribiendo ese cuento que fue tan célebre después, Las Hortensias. Me contaba que se pasaba horas estudiando inglés, que le costaba muchísimo traducir. En general hablaba con una gran inseguridad. Viendo las cosas en perspectiva, pienso que F sabía muy bien lo que valía y estaba muy dolido por la falta de reconocimiento.
También fue un gran concertista de piano. Tenía un representante, Venus González Panizza (padre del bailarín Wherter Glück), con el que recorrían el país en interminables giras. Al parecer, F tocaba el piano maravillosamente. Tiempo después tuvo que vender sus cosas, y también su piano. También tocaba acompañando películas de cine mudo en los biógrafos de barrio. Supe por boca de su mujer que F tuvo que vender una vez el colchón para poder sobrevivir. De modo que la historia de F es la historia de un artista que amaba la música y era una criatura del mundo del arte, sin mayor acierto ni concierto con la “realidad”. Siempre me pareció una persona que no entendía muy bien la vida; en cambio parecía entender muy bien el amor, porque se enamoraba profundamente de sus amadas, parecía amarlas locamente. Aunque las relaciones se interrumpían después de un tiempo y él iniciaba otras. Casi todas sus mujeres fueron mujeres grandes, corpulentas; no así María Luisa de las Heras, que era una mujer pequeña, de pómulos salientes, muy fina, delicada, con cara de bereber. Él la conoció en París. Sabemos que este viaje lo solventó la poetisa Susana Soca, cuya labor cultural permanece un poco en las sombras. Al parecer lo llevó también a Londres. Creo que Jules Supervielle tradujo sus cuentos y lo introdujo en el medio parisién. Y F gustó mucho e impresionó vivamente.
Los primeros libros de F eran pequeños, como para niños; creo que el primero se llama Libro sin tapas.
En ese apartamentito de la calle colonia se reunía con Manuel Flores Mora, Angel Rama, María Inés Silva Vila, y creo que también Ida Vitale.
Tiempo después, las relaciones se cortaron. Me parece que F tomó una posición política que era contraria a la dominante en los ambientes culturales de mayor influencia de Uruguay. Según me contaba María Luisa, F era tan inerme para la vida, que una vez que viajaron a Buenos Aires no se animaba siquiera a llamar al mozo para pedir la comida. Era profundamente tímido. Nada tímido para la literatura –la literatura no debe ser jamás tímida- pero muy tímido para desenvolverse en la vida.
Luego se separa de María Luisa de las Heras.
Tiempo después lo escuché en una conferencia organizada por Amigos del Arte. Una escasa concurrencia, pero lleno de gente lúcida que sabía a quien estaba escuchando.
Unos cuantos años después volví a ver a F en el Café Montevideo, que estaba en 18 de Julio y Yaguarón, frente al diario El día. Estaba con los hijos de don Pepe Batlle: César y Lorenzo Batlle. Siempre hablando poco, haciendo chistes muy finos y juegos de palabras; no eran exactamente retruécanos, sino pequeños juegos que se le iban ocurriendo, acompañando todo de sonrisas y reverencias, que no eran de adulación sino motor de la comicidad y del sentido del humor. Lo vi varias veces en el café y me preguntó por mi escritura; no me contaba nada de lo que él estaba haciendo. Por ese tiempo, me enteré de que había inventado una escritura, un sistema en el cual estaba totalmente empeñado. Seguía siempre escribiendo encerrado en esa pieza tan chica del apartamento de Colonia.
Nunca lo oí hablar mal de nadie. Tampoco era irónico o duro. Sus chistes no herían absolutamente a nadie.
Después estuve mucho tiempo sin verlo.
La última vez que lo vi fue muy pocos meses antes de que muriese, en la esquina de San José y Paraguay. Venía muy contento, del brazo de su nueva novia, que llevaba una blusa blanca y una pollera negra. Creo que me anunció que se volvería a casar. Estaba muy contento con su nuevo amor. Creo que murió muy pocos meses después.
Cuando leí el artículo de Angel Rama, publicado en Marcha, titulado “Felisberto se fue por la ventana”, me quedó el misterio del significado de ese título. Me pregunté si se refería a algún aspecto de su narrativa.
¡Lo que son los avateres de la vida! Años después, cuando me restituyen al Profesorado y a la Biblioteca del Poder Legislativo, me encuentro casualmente con una médica neuróloga que había sido muy amiga de F, Valentina Mazleniko. Ella venía a la Biblioteca a buscar todo lo que pudiese encontrarse allí sobre F. Me quedé charlando con ella, y me contó el último pedido de F antes de su muerte en el Hospital de Clínicas. Al parecer murió de un ataque de hipertensión. Le pidió a la doctora Mazleniko que cuando muriera sacaran el ataúd por la ventana del hospital, deseo que se cumplió puntualmente. F había tenido relación con muchos médicos. Era muy amigo del Dr. Cáceres, que trabajaba en el Hospital Vilardebó, para enfermos mentales.
Restituida a mi trabajo, de vuelta en Uruguay, en el año 1985, me encuentro con la doctora Mazleniko y me entero de ese último deseo de F, que se cumplió detalladamente. Y entiendo, recién entonces, el título de Ángel Rama.
No sé si habrán servido para algo estos recuerdos un poco deshilvanados. Hablé muchas veces con F, de alguna manera me consideré su amiga. Fue un privilegio conocerlo. Quiero recalcar dos condiciones de F (no estoy ahora hablando de la obra sino de la persona): su gran humildad y su gran autocrítica. Él tenía esa convicción de que era un “elegido”, y a veces también hacía bromas con esta palabra.
Tengo la sensación –no la certidumbre- de que los uruguayos en aquel momento no se dieron cuenta del enorme valor literario de Felisberto Hernández.
MATILDE BIANCHI, 1989
Obra de Felisberto Hernández
Fulano de tal. Montevideo, José Rodríguez Riet Ed., 1925.
[Recopilado, junto a Libro sin tapas, La cara de Ana, La envenenada y otros textos dispersos en Primeras invenciones, vol. I de la 1ª ed. de Obras Completas. Montevideo, Arca, 1965].
Libro sin tapas. Rocha, Imprenta La Palabra, 1929.
La cara de Ana. Mercedes, 1930.
La envenenada. Florida, 1931.
Por los tiempos de Clemente Colling. Montevideo: González Panizza Hermanos, 1942.
El caballo perdido. Montevideo: González Panizza Hermanos, 1943.
Nadie encendía las lámparas. Buenos Aires, Sudamericana, 1947.
[Contiene los cuentos “Nadie encendía las lámparas”, “El balcón”, “El acomodador”, “Menos Julia”, “La mujer parecida a mí”, “Mi primer concierto”, “El comedor oscuro”, “El corazón verde”, “Muebles «El Canario»”, “Las dos historias”].
Las hortensias. Montevideo, Talleres Gráficos “Gaceta Comercial”, 1949.
[Apartado del Nº 8 de Escritura, Montevideo, diciembre 1949. Con ilustraciones de Olimpia Torres].
El cocodrilo. Punta del Este, Ed. El Puerto, 1961.
[Con ilustraciones de Glauco Capozzoli. Originalmente este cuento apareció en Marcha, Montevideo, Nº 510, 30 de diciembre de 1949].
La casa inundada. Montevideo, Alfa, 1960.
[Contiene los cuentos “La casa inundada” y “El cocodrilo”].
Tierras de la memoria. Montevideo, Arca, 1965.
[Epílogo de José Pedro Díaz].
Otros textos póstumos
Primeras invenciones. Montevideo, Arca, 1965.
[Prólogo de Norah Giraldi de Dei Cas. Corresponde al vol. I de la primera edición de las Obras Completas. Contiene los libros publicados entre 1925 y 1931 y algunas piezas inéditas, entre ellas poemas y una breve obra dramática).
Diario del sinvergüenza y últimas invenciones. Montevideo: Arca, 1974.
[Se trata del vol. VI de la primera edición de las Obras Completas].
Obras Completas, 3 vols. Montevideo, Arca, 1981-1983.
[Prólogo y edición de José Pedro Díaz. Incorpora textos no reunidos en la anterior edición de las obras completas.]
“Autobiografía”, en Revista de la Biblioteca Nacional, Montevideo, Nº 25, Diciembre de 1987.
[Edición, presentación y notas de Pablo Rocca. Otra edición en El espectáculo imaginario, I. José Pedro Díaz. Montevideo, Arca, 1991].
martes, 8 de julio de 2008
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