Dios amó siempre a Satán con un vicioso amor inconfesable. Allí donde, por paradoja para nuestro finito entendimiento, la omnipotencia cede ante la perfección, Él ignoraba en sí este agujero negro, abisal orificio de su compacto Ser cuya pasión operó en cierto instante (y generó entonces la brecha y el desorden del instante, el enemigo de la eternidad) una fisura irreversible en la sempiterna y plena luz sin sombras del mediodía de lo Absoluto para dar paso al Gesto, a la Caída, al antes y al después del movimiento con el que Dios partió, lleno del hambre y la sedienta urgencia del que ama, a buscar al Demonio tan deseado. Escapando, introdujo una abrupta cesura en lo continuo de la perpetuidad, y disfrazado de hombre se arrojó en el tiempo para buscar al Diablo en la trampa del mundo. Vacío quedó así ya para siempre el gran trono de Dios, pues lo perfecto no admite el deseo, y negro, con la mancha del amor, Dios conoció la angustia de lo incierto que desconociera su omnisciencia antigua, y el querer introdujo en su Todo la Nada: Dios había pecado y llenado sus venas con sangre de mortal, sangre de amante y sangre de monstruo, y Dios dejó de ser en adelante nombre que designara cosa existente alguna. Pero como Dios ya no era Dios ni volvería a serlo nunca más, pues lo perfecto puede corromperse mas lo corrupto no puede ser perfecto, esto no le importaba, y agitado en las noches de mil ciudades llenas de secretos vagó sin rumbo igual que un predador obsesionado por el recuerdo de una piel, un contacto, una voz, un insidioso olor de su pasado que busca ahora sin tregua en el futuro. Así se enamoró la eternidad de los frutos del tiempo. Así el conjunto de todo lo creado giró sobre sí mismo como un ebrio frenético y danzante en los círculos alucinados de lo que se genera y lo que acaba, de lo sido y de lo porvenir, de lo que nace y muere, delirante y borracho en una orgía sobre la que no habrá jamás ya otra cosa que el trono abandonado del Dios que desertara de Sí mismo. Así, en las licenciosas saturnales de los astros y seres que giran sin objeto en el vasto universo enloquecido, un Dios que tiembla y ríe obscenamente celebra con terrible alegría el largo carnaval de su demencia en medio de los hombres. En las tristes ciudades de la historia, desapercibido se desliza persiguiendo al amado que lo privó de juicio, sin saber si es feliz o desdichado, olvidándose con creciente frecuencia de lo que era cuando no estaba loco, recordándolo menos cada vez, creyendo haber visto aquí o allá las ascuas de los ojos hermosos y asesinos de Luzbel y dejando ante esos espejismos su copa inconclusa en la barra de algún sórdido bar para correr tras el Ángel Rebelde, sintiéndose a veces vibrante con el júbilo de sus expectativas, sintiéndose otras veces un idiota, y, en momentos de extrema soledad, preguntando su precio a alguna puta. Cada vez que amanece o atardece, cuando algo termina y comienza otra cosa, cuando mueren un día o una noche o los ruidos le indican que el apetito febril de las criaturas ha devorado otro año y que todas se aprestan a mascar y engullir el año inminente, sin descanso posible recomienza su ciega cacería. Aguzando el olfato como bestia de presa vuelve a partir, y en su alma privada de razón anticipa el reconocimiento del bello objeto de su afán voraz bajo una de sus máscaras, que ahora, ciego y frenético pese a que un día fuera el ojo omnipresente, no puede adivinar. Así, anticipando con gozo y con temor lo que vendrá, como todas las famélicas criaturas que se deslizan por entre las edades, con nervioso deleite y tortura exquisita, a cada fino término de algo traspone igual que un mortal cualquiera los umbrales del tiempo y el olvido, precipitándose en el porvenir. Y, aunque Él no lo sepa, ése es el castigo que recibió su culpa por haber sucumbido al desear, y la forma que asume para Él el Infierno.
MONTSERRAT ÁLVAREZ
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